jueves, julio 10, 2008

La cajera




En la primera hora Amalia ostentaba de su sonrisa y labia para mantener a los clientes felices. Miraba como sonreían mientras ella les subía los precios a todos los productos que compraban, con el único fin de costearse cigarros para calmar su ansiedad por escapar de ese lugar. Era demasiado rubia como para que alguien dudara de ella, y alguien que sonríe nunca es sospechoso. A la segunda hora ya dejaba de importarle quien venía a comprar, se sentaba en su silla azul y abría el “Artes y Letras del Mercurio”. Era inconcebible, ninguno de los que entraba a ese minimarket sabía que ese cuerpo del Mercurio existía, más bien pensaban que era una añadidura por si el confort subía de precio. Muchos de aquellos compradores tosían para ser atendidos, mientras que Amalia concentrada en su lectura, subía un poco la mirada, y con esa misma sonrisa cínica que no se le iba, les decía el precio del pan, con doscientos pesos de añadidura mínimo. Era justo, el precio por irrumpir en su afán de conocimiento no podría ser nulo; era un cobro por quitarle el tiempo. Ya saben, el tiempo es oro. A la tercera hora debía almorzar, jactándose del cobro extra, llamaba por teléfono para pedir cualquier cosa que se le antojara; mientras una fila de compradores esperaba silenciosamente que ella terminara de hablar. Era extraño el suceso, pues nadie alegaba (cosa extraña), supongo que era debido a esa mirada terrible que les ponía a los clientes, quizás les atemorizaba la idea de discutir con alguien que tuviera el Mercurio en una mano y algún libro en la otra. Les parecía insólito en una cajera de minimarket, esas personas no tienen ese tipo de actitudes. El que más le temía era un puertorriqueño, quien siendo comprador frecuente veía como cada domingo se le negaba la posibilidad de llevar fiado, puesto que la xenofóbica vendedora le negaba cualquier favor que le solicitase. Aunque analizándolo bien, los favores comunes a los clientes se veían omitidos los domingos, sobre todo para extranjeros, morenos o personas que tuvieran un defecto físico molesto. Nunca supe bien si ellos estaban conscientes de que eran discriminados psicológica y físicamente, pero no importaba, la gente que compraba no era interesante; de hecho, no tenían como comprobar que podían serlo. Luego de almorzar, Amalia se ofuscaba ante la imposibilidad de encontrar algún programa bueno que ver en la televisión; lo único aparentemente útil que había era “La cultura entretenida”, pero Amalia dudaba totalmente si los productores entendían el concepto tanto de cultura, como de entretenida. Por lo que ponía la televisión de fondo, para no tener que mirar a la gente que entraba en busca de cualquier tontera para calmar su hambre. La cuarta hora era el comienzo del martirio, ya se habían terminado los diarios, y el libro que llevaba probablemente la había hartado, o en la mayoría de los casos, su capacidad de concentración había disminuido considerablemente. Así pasaban tanto la cuarta, como la quinta, la sexta y la séptima hora. No pasaba nada, sólo había tiempo para fumar, ver algo de televisión y comer tonterías. Los clientes disminuían para el agrado de Amalia, y el minimarket se oscurecía lentamente, a le medida de que el Sol dejaba de entrar por la maldita puerta, que permitía la entrada de cualquiera. ¡Cuánto le molestaba la democracia en ese momento! A veces, y cuando era pertinente, llevaba sus miles de textos de estudio, para hundirse en una lectura sistemática; lo que la hostilizaba aún más con los clientes del lugar, puesto que al compararlos con cualquier personaje histórico, el género y especie humana que la apelaba era infinitamente inferior, y por tanto, indigna de cruzar muchas palabras con ella. Las últimas tres horas, eran de una letanía insoportable, y lo único que la alegraba era ver como el tiempo iba a su favor, y así, le faltaba poco para salir de ese horrible lugar. La última hora era estupenda, llegaba el supervisor, con quien Amalia se llevaba bien. Ella le sonreía y le decía que era hora de cerrar. Contaba el dinero del día, guardaba sus cosas en la mochila, apagaba las luces y cerraba el local. Amalia miraba por ultima vez ese minimarket, había cerrado todo cautelosamente. Le dio la espaldas para caminar hacia su casa, y antes de llegar a la esquina donde cruzaría; vio las llamas dando un espectáculo monumental, el ruido de la explosión vino un par de segundos después. Y mientras toda la gente que estaba cerca en ese momento, corría para ver que sucedía, la chica prendía un cigarro, los miraba de reojo y sonreía de lado. Esa era la mejor hora del día.

5 boinas han plasmado su saliva:

Rockfo dijo...

Gracias por ser partícipe en mi 100° post
Te ganaste mi premio aniversario, disponible para recogerlo desde el link:
CENTES1M00 POST
Sería un halago que lo hicieras...
Salu100

Stefania Giordano dijo...

Buenas noches. Realmente me facinó tu blog, aún no he leído todos tus escritos, pero con lo poco que leí quedé impresionada. Escribes muy bien. No recuerdo muy bien dónde encontré tu blog, pero me alegra haberlo hecho porque me ha gustado bastante.
Espero que estes muy bien.
Hasta pronto, creo que pasaré más seguido por aquí (:

Tefi (:

Basquiat dijo...

casi, pero mas real que la escena de una pelicula, supongo que por todo lo que hay de ti en este texto.

Lluvia dijo...

No me gustó la verdad. O sea...puntualizando, no me gustó el final. La verdad es que discrepo mucho, de hecho, del concepto de final en los textos... tienen que ser muy redonditos para que un final sea un buen final. las bombas, en lo personal, no me lo parecen.

De cualquier modo, a favor del texto está lo...cómo decirlo?..."patente"? jajaja..aunque es por razones obvias.

chau chau

Boina Descalza dijo...

Lluvia:

A mi tampoco me gusta el final, pero supongo que eso lo intuíste o pretendiste hacerlo. Hay un problema general con los finales, pueden engrandecer un texto o llevarlo a su ruina (sin importar el cuerpo de éste). me dan pánico en realidad.

jaja besitos